El auténtico turista no experimenta el lugar, únicamente lo recorre. Su imagen se la da a través de un aparato mecánico y su obsesión consiste en "inmortalizar el momento", en registrar el lugar y el demostrar -ahora inmediatamente- que se estuvo ahí. El turista postmoderno busca las comodidades, el consumo, la comida de casa, más ciertas dosis controladas de tipismo y sorpresa, en nada auténticas y preparadas para los forasteros. El turista del siglo XXI nunca puede experimentar el lugar porque cree conocerlo de antemano, porque no puede perderse, y sus selfies pretenden confirmar la existencia -coexistencia junto a su persona- de aquello que creía conocer, pero que nunca realmente experimentará. El lugar y sus productos son consumidos -ingeridos, fotografiados, registrados en vídeo, recorridos físicamente-, no experimentados ni conocidos, mucho menos vividos -la sincronización simplemente es inconcebible...
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